Esta es la historia de
una ciudad que pasó a la Historia por su final, por cómo terminó, por la manera
tan, digamos, cinematográfica, de su destrucción. Cuando consultas en cualquier
lugar algo sobre Pompeya, lo primero que te encuentras es con el día, y casi la
hora, de su fin. También es verdad que, gracias a esa manera tan peculiar de
acabar, podemos ahora saber cómo era la vida de aquellos pompeyanos. Y saberlo
de una forma bastante exacta y verídica. En Pompeya sus ruinas dejan poco lugar
a la imaginación, tal y como sucede en tantos lugares del mundo antiguo donde
dos columnas, un trozo de muro o algún resto de mosaico son los escasos
ingredientes que nos hablan de un templo, una muralla o una casa.
Esta es la historia, por
tanto, de una ciudad en unos tiempos de total esplendor del Imperio Romano; cuando
el dichoso Vesubio reventó el emperador Tito acababa de llegar al poder. Por
cierto, que cuentan las crónicas que se portó muy bien con las víctimas de la
tragedia de Pompeya, que ya había sufrido un terremoto en el año 62. Entre eso
y la política de construcción de grandes monumentos en Roma durante su breve
mandato de dos años parece que fueron suficientes para que a su muerte lo
proclamaran dios.
Aunque Estrabón nos dice
que ya en el siglo VII antes de Cristo había un asentamiento, Pompeya no llegó
a ser una ciudad del Imperio hasta el año 80 antes de Cristo. Su buena
situación geográfica hizo de ella un importante paso de mercancías, que llegaban
por vía marítima y que eran enviadas hacia Roma o hacia el sur de Italia
siguiendo la cercana Vía Apia.
Templos, casas de
comerciantes, grandes avenidas, termas… a Pompeya no le faltaba de nada para
ser una gran ciudad romana. Y todo eso se levantó en poco más de 150 años. Sus
ruinas, gracias al Vesubio, nos lo cuentan todo. Incluso que algunos de sus
habitantes no fueron capaces de ver la que se les venía encima.
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